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En una vieja revista de una compañía petrolera, por allá en los años 60, aparece Rómulo Gallegos sentado sobre el lomo de un inmenso caimán del Orinoco. La mirada ingenua del niño que hojeaba la publicación no admitía la existencia del monstruo sobre el cual el escritor sonreía a la cámara.
La imagen, aún fresca en quien esto escribe, revela la estatura física de don Rómulo, pero más la magnitud del animal, metáfora de los días que el autor de Doña Bárbara vivió en Apure para darle cuerpo a la novela que lo hizo famoso.
El caimán es el mismo cuero seco del mapa de Venezuela. Allí, en esa sepia persistencia, estaban la civilización y la barbarie, el enfrentamiento entre el país rural y el país urbano. Dos focos de la nacionalidad que Gallegos convirtió en mito. Un territorio donde aún abundan las pesadillas del hato El Miedo y del “espanto de la sabana”.
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Excitadas por el fulgor alucinante con que las lunas llaneras perturban los sentidos, desveladas y perseguidas por el jinete silencioso que les inspiraba terror con su insistencia de sombra, las bestias comenzaron a galopar por la llanura, mientras Melquíades, calada la manta para abrigarse del relente, las seguía al trote sosegado de la suya, seguro de que más adelante iban a detenerse, creyéndose libres ya de la persecución.
La inmensidad de la llanura, las noches, la madrugada a oscuras, los ojos alumbrados de los animales, los ruidos salidos de la tierra. Todos estos efluvios emergen de la imagen que Gallegos nos muestra sentado sobre él la bestia de las aguas.
Uno de los protagonistas de Doña Bárbara es el miedo. Miedo a que el país que dibuja se termine de deteriorar en las manos de la mujer que comienza en el viaje de Santos Luzardo y termina en la desaparición extraña de quien tenía la facultad de embrujar y perder a quien se metía con ella.
3
Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha (...). A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas préstanle gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu cometieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean...
El comienzo de la historia descubre el mito del eterno retorno. Sobre el lomo inquieto del río Arauca viaja un hombre que regresa para enseñar lo que aprendió. En esa actitud está el Gallegos que doma al inmenso lagarto. De inicio, el autor señala “dos sentimientos contrarios” que se evidencian en el país al que retorna, como la vieja enseña de Lazo Martí.
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La Doña, derrotada, no se comunicó con el “Socio”. Durante todas las horas de su silencio mantuvo la luz apagada. Juan Primito la vio salir: Había envejecido en una noche, tenía la faz cavada por las huellas del insomnio, pero mostraba también, impresa en el rostro y en la mirada, la calma trágica de las determinaciones supremas.
Pagó a los peones con unas monedas y dejó libres a quienes durante años trabajaron a su lado.
Horas más tarde, míster Danger la vio pasar, Lambedero abajo. La saludó a distancia, pero no obtuvo respuesta. Iba absorta, fija hacia delante la vista, al paso sosegado de su bestia, las bridas flojas entre las manos abandonadas sobre las piernas.
La llanura —la boca inmensa del caimán— se abría mientras la distancia agostaba el miedo de los que se quedaban. Una culebra engullía una res en el tremedal.
La noticia corre de boca en boca: ha desaparecido la cacica del Arauca.
Se supone que se haya arrojado al tremedal, porque hacia allá la vieron dirigirse, con la sombra de una trágica resolución en el rostro; pero también se habla de un bongo que bajaba por el Arauca y en el cual alguien creyó ver una mujer.
En una carta a Santos Luzardo le encargaba a Marisela.
La serpiente se muerde la cola en la misma corriente del gran río. El caimán inmenso sobre el cual sigue sentado Rómulo Gallegos se tragó a Doña Bárbara.
Hace 80 años, llegada a la última página, Venezuela supo de su destino.
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